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[páginas 633-634]
-Aquí está la canción sobre París -dijo Hortense.
Tommy Toomey extraído del pasado y cantando y hablando en un disco de larga duración para una generación nueva. Aquella voz clara fue soltando mi vieja letra mientras tomábamos tarta de manzana y crema.
Cuando hayas cenado
Buscarás
Alguna boîte
En la cual
Estén inclinados
a l’erotique
Manténla bien enlazada
Hasta que tu mente
se tambalee
-Todo sacado de mi imaginación juvenil -dije humildemente.
-Sssss.
Cuando hayáis bailado
El azar os llevará a donde
El aire
Esté embalsamado
Con la primavera de París…
Tomamos café sentados en nuestros sillones y oímos la otra cara del disco. Un monólogo de Tom. Era cuestión de desenganchar de la pared del comedor el altavoz y trasladarlo, con su largo cable, allí al cuarto de estar.
-Nunca he oído esto -dije.
-Ni yo. Estábamos fuera. No estábamos en casa.
Tom, aunque había muerto antes de la invasión nazi de Europa, había imaginado una Inglaterra ocupada en la que los jóvenes de una escuela rural, como la que había allí justo al fondo de la carretera, eran adoctrinados por un Erziehungsfeldwedel. Allí estaba la voz del sargento: «Ja, hijoz míoz, hay una kosa que aprendemoz antez de empezar, y eso es muy como decís vosotros grosero. Vosotros veis el Himmel, el cielo arriba alto? Eso es alto, high, y vosotros sois pequeños, ¿eh? Vosotros sois más pequeños que el cielo, littler, ¿no? Así que apuntáis hacia el cielo y decís, verdad, apuntando high littler high littler. ¿De acuerdo? Y le metemos una pequeña hache y se convierte en highl hittler. ¿No es maravilloso?
-Oh Dios mío -dije-. Habría sido exactamente así.
-Nunca había oído eso, tampoco.
Era Tom como una madre buena pero irascible con dos hijos. Se habían trasladado a una casa nueva, y los niños, durante el traslado, habían estado con una tía en algún sitio. Ahora, les enseñaba la nueva casa y los nuevos muebles.
-Niños, empezaremos por explicar cómo tienen que ser aquí las cosas. No tocaréis nada, ¿entendido? Debajo de aquel cojín, hay un animal de cinco patas que le gusta vivir sin que le molesten. Si se mueve el cojín, muerde. Allí, ¿me habéis oído? Muy bien, haced lo que queráis, pero ya lo sabéis. Detrás del cuadro titulado Fiel hasta la muerte, hay un agujero grande cuadrado y en él toda una colonia de orugas terribles que pican. Y en la cisterna del retrete, niños, hay una inmensa araña multicolor que está deseando tener una oportunidad de atacar ferozmente. No la molestéis, entendido. Hortense, Kenneth…
-Oh Dios mío -dije yo de nuevo.
-No la molestéis, dejadla en paz, dijo la voz maternal de Tom; siguió un espasmo de tos-. Vaya, niños, debería haber dejado en paz yo los cigarrillos, ¿verdad? Cuf cuf cuf, caramba -el disco se había parado.
-Pobre Tom -dije.
-¿Qué quieres decir con eso de pobre Tom? -preguntó Hortense-. No hay por qué compadecer a Tom. Fue el único hombre verdaderamente bueno que he conocido. Si creyera en los santos, rezaría a Tom.
Aquella noche, como hacíamos casi siempre, vimos la televisión. Nuestras largas vidas se refractaban muchas veces por la pantalla: una referencia en una entrevista con el arzobispo de York al neogregorianismo; un hombre con un micrófono en una galería de arte de Birmingham, con una pequeña escultura metálica de Hortense brillando apagadamente y menospreciada al fondo, mientras el individuo hablaba de la excelencia de Ahmar o Kokinos o Vermelho; un comentario despectivo para Maugham o Toomey, en un programa titulado Escaparate de libros de bolsillo; como la noche aquella, una vieja película con música de Domenico Campanati.
-No era malo -diría Hotense entre dientes, cuando sus trompetas enmudecidas indicaban amanecer en el mar o sus instrumentos de cuerda amontonados eran un lecho para la pasión física-. Creo que ninguno de nosotros fuimos malos realmente. Teníamos buenas intenciones, en realidad.
Los días y las noches de calma y calidez se disolvieron aquella noche en violenta lluvia y truenos y crípticos y breves mensajes de relámpagos sobre el Canal.
-Él posa su planta en el mar -cité, del servicio religioso del domingo, mientras miraba hacia fuera por las puertaventanas- y cabalgaba en la tormenta. El viejo cabrón. ¿Nos dejará dormir?
-Se le persuadirá para que nos deje. Ese es mi único artículo de fe.
Cuando nos fuimos a la cama aún seguía vaciándose el cielo. El trueno atronó sobre nuestro tejado y, en el mismo instante de un relampagueo azul, oí el crack y el empapado ojoso y múltiple retumbar de, sin duda, aquel roble del campo de enfrente, el de Penney. Esperé, como hacía siempre, a que mi hermana empezara a respirar pausadamente después de su barbitúrico, uno solo. Luego me giré, viejo saco de huesos, hacia el lado izquierdo y me encaminé hacia el breve dormitar que terminaría, lo sabía, con una hora de espera para el coro del alba. Conseguí idear, quizás el lector lo recordará, un principio adecuado. Los finales siempre me han resultado, a lo largo de toda mi carrera literaria, terriblemente difíciles. Gracias a Dios, o lo que sea, las últimas palabras no eran para mi pluma. Y, gracias a ese mismo lo que sea, su garrapateo no podía, dada la naturaleza de las cosas, demorarse mucho más. Esperé no tener malos sueños.
Mónaco, 1980
FIN
Nota: 10. Apasionante.
Anthony Burguess y su hijo Andrea