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[páginas 90-94]
Muchas son sin duda las otras y admirables cosa que se podrían alabar en Sócrates, pero si entre sus demás acciones tal vez las haya similares a las que se podrían contar de otra persona, en cambio, el no ser semejante a ninguno de los hombres, ni de los antiguos, ni de los que ahora viven, es digno de toda admiración. En efecto, con lo que fue un Aquiles se puede comparar a Brásidas y a otros; y a su vez con lo que fue un Pericles, a Néstor y a Antenor; y de igual forma -pues hay también otros semejantes- se puede encontrar un parangón para los demás. En cambio, de un hombre como es éste, tan extraño en su persona y en sus discursos, no se puede encontrar a mano, por más que se busque, parangón alguno, ni entre los hombres de ahora ni entre los antiguos, a no ser que se le compare, tanto en su persona como en sus palabras, no con ninguno de los hombres, sino con los seres que digo: los silenos y los sátiros.
Y he aquí algo, por cierto, que ha pasado por alto al principio; el que también sus discursos son parecidísimos a los silenos que se abren. Si se quiere, en efecto, escuchar los discursos de Sócrates, se sacará al pronto la impresión de que son sumamente ridículos; ¡tales son los nombres y las expresiones con que exteriormente están envueltos, como por una piel de sátiro insolente! Habla de burros de carga, de herreros, de zapateros y de curtidores, y siempre parece decir mediante las mismas expresiones las mismas cosas, de tal manera que todo hombre ignorante e insensato se reiría de sus discursos. Pero si los ve cuando están abiertos y se penetra en su interior, se descubrirá primeramente que son los únicos discursos que tienen sentido, y después que son enteramente divinos y contienen en sí mismos un número grandísimo de imágenes de virtud y que se extienden al mayor número de cosas, o mejor dicho, a todo aquello que le atañe examinar al que tenga la intención de hacerse honrado y bueno.
Éstas son las cosas, amigos, que yo alabo en Sócrates; mezclando además con ellas las que le censuro, os he contado los agravios que me hizo. Sin embargo, no soy yo el único con quien se ha portado así, sino que hizo también lo mismo con Cármides, Glaucón, Eutidemo, hijo de Diocles, y con muchísimos otros, a quienes engañando éste como si fuera su amante, en vez de amante resultó más bien amado. Por eso te doy también a ti este aviso, Agatón; no te dejes engañar por este hombre, saca la moraleja de nuestros padecimientos y ponte en guardia y no escarmientes, como el tonto del refrán, con los tuyos propios.
Al terminar de decir esto Alcibíades, hubo una explosión de risas por su desenfado, ya que daba la impresión de que todavía estaba enamorado de Sócrates.
-Me parece, Alcibíades -dijo Sócrates-, que estás sereno, pues de no estarlo no hubieras intentado jamás, rodeándote con tan ingeniosos circunloquios, ocultar el motivo por el cual has dicho todo esto; a título accesorio lo colocaste al final de tu discurso, como si no fuera la razón de todo lo que has dicho el enemistarnos a Agatón y a mí, en esa idea que tienes de que yo debo amarte a ti y a ningún otro, y Agatón ser amado por ti y por nadie más. Pero no me pasaste inadvertido, sino que ese drama tuyo satírico y «silénico» ha quedado al descubierto. ¡Ea, querido Agatón!, que no triunfe en su intento y toma tus precauciones para que nadie nos enemiste a los dos.
Agatón entonces respondió:
-Por cierto, Sócrates, que estás en un tris de decir la verdad. Y conjeturo también que se acomodó en medio de los dos para separarnos. Pues bien, no le valdrá la pena, pues yo iré a sentarme a tu lado.
-Muy bien -replicó Sórates -siéntate aquí, a continuación mía.
-¡Oh Zeus! -exclamó Alcibíades-, ¡qué cosas me hace sufrir este hombre! Se ha hecho a la idea de que tiene que quedar por encima de mí en todo. ¡Ea, hombre admirable!, deja, aunque no sea más que eso, que Agatón se coloque en medio de nosotros.
-Imposible -replicó Sócrates-. Tú acabas de hacer mi elogio y yo a mi vez debo hacer el del que está a mi derecha. Si se acomoda Agatón a continuación tuya, ¿no me elogiará, por supuesto, de nuevo, en vez de ser elogiado por mí? Vamos, déjalo, divino Alcíbiades, y no le niegues por celos al muchacho el ser alabado por mí. Y por cierto que ardo en deseos de encomiarlo.
-¡Ay, Alcíbiades -exclamó Agatón-, me es de todo punto imposible permanecer aquí. Por encima de todo me cambiaré de sitio para ser alabado por Sócrates.
-Ya tenemos lo de siempre -dijo Alcíbiades-. Cuando está presente Sócrates le es imposible a ningún otro sacar partido de los bellos mancebos. Y ahora ¡con qué facilidad ha encontrado palabras, convincentes incluso, para que éste se sentara a su lado!
Agatón, entonces, se levantó con intención de sentarse al lado de Sócrates. Más de repente llegó a la puerta de la casa un inmenso tropel de juerguistas y, como la encontraron abierta por estar saliendo alguien, fueron derechamente a reunirse con ellos y se acomodaron en los lechos. El tumulto llenó toda la casa, y a partir de este momento y sin orden alguno se vieron obligados a beber una enorme cantidad de vino. Erixímaco, entonces, Fedro y algunos otros -según me contó Aristodemo- se retiraron. Él por su parte fue dominado por el sueño y durmió largo rato, ya que las noches eran largas, y se despertó al despuntar el día; cuando ya los gallos cantaban. Al despertarse vio que los demás estaban durmiendo o se habían ido, y que tan sólo Agatón, Aristófanes y Sócrates estaban todavía despiertos y bebían de una gran copa que se pasaban de izquierda a derecha. Sócrates, por descontado, conversaba con ellos. Del resto de su conservación, Aristodemo dijo que no se acordaba, pues no había atendido a ella desde el principio y estaba somnoliento, pero lo capital fue que Sócrates les obligó a reconocer que era propio del mismo hombre saber componer tragedia y comedia, y que el que con arte es poeta trágico también lo es cómico. Mientras eran obligados a admitir esto, sin seguirle demasiado bien, daban cabezadas de sueño hasta que se durmieron, primero Aristófanes y luego Agatón, cuando ya era de día. Sócrates, entonces, después que los hubo dormido, se levantó y se fue. Aristodemo me dijo que, como acostumbraba siguió a Sócrates, el cual, una vez que llegó al Liceo, se lavó y pasó el resto del día como en otra ocasión cualquiera; y después de emplear así su jornada, al caer la tarde se fue a dormir a su casa.
Nota: No sé. Me pareció un rollo.
Platón