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(páginas 314-316)
Mi mención honorífica en el concurso de redacción me proporcionó unos cuantos días de celebridad en la P. S. /0. La detestable Diane Blumberg, a la que aún no había podido vencer en ninguna prueba de ortografía, me miraba con un nuevo respeto, pensaba yo. El director, mister Teitelbaum, me vio en el pasillo y se detuvo a estrecharme la mano.
-Ése es el tipo de estudiante que formamos en la Setenta -me aseguró, por si acaso me había imaginado que el mérito era mío.
Debía de ser mi sensación de logro lo que hacía que no se me fuese de la cabeza la Exposición Universal, una especie de secreto asombro ante la clase de chico que yo era por haber hecho tan resueltamente aquel trabajo; o quizá fuese el recuerdo de aquellas calles limpias y pintadas, rojas, amarillas y azules, y de los jardines floridos y la blancura del futuro que se extendía perisféricamente en mi ánimo y lanzaba su aguja hacia el cielo. Un día de octubre decidí fabricar mi propia cápsula del tiempo. Creo que la idea me vino cuando encontré un tubo de cartón para envíos por correo que había traído mi padre a casa. Lo forré por dentro y por fuera de papel de plata que había reunido metódicamente, del interior de los paquetes de cigarrillos y las envolturas del chicle. Mi amigo Arnold descubrió lo que me traía entre manos y quiso participar, y un día, después de la escuela, me acompañó al parque Claremont, el sitio que había elegido para el enterramiento.
Lo llevé muy dentro del parque, donde había un pequeño grupo de arbustos. Allí el suelo era blando, y además se podía cavar sin llamar la atención. Meg y yo habíamos jugado cerca. Arnold me ayudó a cavar el hoyo. Lo medimos con el propio tubo, hasta que al fin pudimos meterlo sin que asomase.
Mostré ceremoniosamente a Arnold las cosas que había elegido para representar ante el futuro mi vida tal como la había vivido: mi insignia con el descifrador de claves del club Tom Mix, que tenía la aguja giratoria en forma de pistola. Mi biografía en cuatro páginas a mano de la vida de Franklin Delano Roosevelt, por la que había conseguido un 100 en las notas. Ésta tuve que enrollarla como un cigarro. La armónica H. Honer de la Banda de la Marina en su caja original era de Donald, pero me la había dado cuando consiguió el modelo mayor. Dos naves espaciales de plomo Tootsy Toy, ya casi sin pintura, para que viesen que había previsto el futuro. Mi Pequeño Libro Azul, El ventrílocuo autodidacta, no porque lo hubiese conseguido sino porque lo había intentado. Y por último algo que me era violento que viese Arnold, una media de seda rota de mi madre, con una gran carrera, que había tirado y yo había recuperado, como ejemplo de la clase de textiles que usábamos, aunque había oído que las mujeres ya no llevaban medias de seda en protesta contra los japoneses, y que ahora las usaban de algodón o de esa cosa nueva, el nylon, hecha de productos químicos.
Arnold había traído también algo y me preguntó si podía echarlo en el tubo.
-Son mis gafas graduadas viejas -me dijo-. Tienen la montura rota, pero podrán comprender algo de nuestra técnica cuando miren por los cristales.
Le dije que me parecía bien. Una vez, hacía ya mucho tiempo, Arnold me había demostrado que podía hacer arder la hierba seca con aquellas gafas. Las metió, enroscó la tapa al tubo y lo introdujo en la tierra.
Yo lo volví a sacar, desenrosqué la tapa y quité el manual del ventrílocuo. Me parecía malgastar un libro enterrarlo así.
Dejé caer otra vez el tubo en el agujero. Mirando alrededor para asegurarme de que no nos habían visto, volvimos a llenar de tierra el hoyo y apisonamos bien el sitio para que estuviese tan duro como el resto. Creo que los dos sentíamos la importancia de lo que estábamos haciendo. Restregamos por encima hojas y terrones como camuflaje.
Recuerdo el tiempo que hacía aquel día, ventoso, frío y con las nubes pasando muy de prisa. En el parque Claremont, las hojas muertas volaban con las ráfagas y los grandes árboles crujían. La vuelta a casa la hice contra el viento. Metí las manos en los bolsillos, eché los hombros hacia adelante y allá fui. Practiqué el ronroneo del ventrílocuo. Fui escuchando atentamente por si lo oía, mientras cruzaba el parque y el viento me daba punzadas en la cara y me hacía asomar a los ojos una película de agua.
FIN
E. L. Doctorow
La feria del mundo
Planeta
Traducción de César Armando Gómez
Nota: 6 (demasiado costumbrismo)