Etiquetas
[páginas 251-254]
SÓLO UN POCO MÁS TARDE
La razón de que tantos de nosotros estemos acostumbrados a complacernos con las vidas de hombres condenados y a lamentar la abolición de la pena capital radica en que los tipos ordinarios y correctos como nosotros tenemos una sensibilidad muy depurada por las propiedades dramáticas: sabemos que la tragedia no puede terminar debidamente en nueve años de cómodo encarcelamiento más el útil y satisfactorio trabajo en la panadería de la cárcel. Sabemos que la muerte es el único final del arte. Un tipo que se ha tomado la molestia de estrangular a su esposa se ha ganado su momento de esplendor en la horca. El verdadero crimen es obligarle a coser sacas de correo como a un vulgar ladrón.
Adoramos estas historias contadas a pie de la horca porque nos liberan de la tiranía y la vulgaridad de un final feliz: la larga y babosa senectud, los nietos maravillosos, las cautas indagaciones sobre primas de seguros de vida.
ES EL ÚLTIMO DÍA, YA NO NOS QUEDA MÁS REMEDIO QUE SACAR ENTRADAS PARA EL CONCIERTO
Nadie nos va a ayudar; ven pues, besémonos y separémonos. Algo ha salido mal. Disparar la pistola no atraerá a nadie pues creo que estamos a primeros de setiembre: se ha abierto la veda del pato y desde antes del alba el Moss y sus márgenes se hacen eco de salvas cinegéticas.
Martland dio conmigo; seguramente siempre supe que lo haría. Llegó hasta la boca de la mina y me llamó. No respondí.
-Charlie, sabemos que estás ahí, te hemos pillado. ¡Por Dios! Mira, Charlie, los demás no pueden oírme, estoy dispuesto a darte una oportunidad. Dime donde está el maldito cuadro, sácame de este aprieto, y te doy una noche de ventaja; puedes desaparecer.
¿Cómo podía pensar que me lo iba a tragar?
-Charlie, tenemos a Jack; está vivo…
Sabía que mentía y súbitamente su estupidez me cegó de cólera. Sin mostrarme, apunté la 455 a un peñasco cercano a la entrada y disparé. El estampido me ensordeció unos instantes, pero aún pude escuchar el zumbido de la bala rebotando hacia Martland. Cuando volvió a hablar desde otro punto, su voz estaba tensa de temor y odio.
-Vale, Mortdecai. Hagamos otro trato. Dime dónde está el maldito cuadro y el resto de fotografías y te prometo una muerte limpia. Es lo máximo que puedes esperar por ahora, y no te queda más remedio que confiar en mí hasta para eso.
Estaba disfrutando. Volví a disparar, rezando para que el plomo comprimido le volara la cara. Martland habló de nuevo para contarme lo ilusorio de mis posibilidades, sin comprender que yo ya había cancelado mi vida y sólo quería la suya. Nombró encantado a las personas que me querían muerto, desde el gobierno español hasta la Sociedad para la Observancia del Día del Señor. Me sentí efectivamente adulado por el alcance del caos que había causado. Martland se fue.
Más tarde me estuvieron disparando con una pistola con silenciador durante media hora con la esperanza de oír un grito de dolor o de rendición. Las balas, casi me vuelven loco, pero sólo me alcanzó una. Ellos no sabían si la galería giraba a derecha o a izquierda. El único disparo afortunado me ha lacerado el cuero cabelludo y la sangre mana sobre mis ojos; debo de ser todo un poema.
El americano también se ha puesto zalamero, pero tampoco tenía nada que ofrecer salvo una muerte rápida a cambio de información y de una confesión escrita. Deben de haber recuperado el Rolls de su sepultura en el cañón, pues sabe que el Goya no estaba en la tapicería del techo. Parece que España tiene que renovar su tratado con Estados Unidos sobre las bases aéreas militares en su territorio y cada vez que Estados Unidos se lo recuerda, los españoles cambian de tercio con el asunto de La duquesa de Wellington de Goya, «que, como es bien sabido, fue robado por un americano y ha entrado en Estados Unidos». No me habría hablado de las bases si pensara que yo tenía posibilidades de sobrevivir, ¿no les parece?
No me molesté en responder, estaba ocupado con la trementina.
Entonces me comentó otra posibilidad: la muerte chunga. Habían ido a por un frasco de cianuro, lo que suele usarle aquí para los conejos y allá para las personas. No puedo esperar que venga Martland a pillarme. Tengo que salir a por él. Pues bueno.
Ya he terminado con la trementina; mezclada con whisky ha hecho su servicio estupendamente como disolvente del forro del maletín y ahora el Goya me sonríe en su museo. Tan lozana y adorable como el día que la pintaron: la incomparable, desnuda Duquesa de Wellington, mía para el resto de mis días. «Donc, Dieu existe.»
Todavía me queda whisky suficiente hasta que la luz se desvanezca y entonces -¿quién dijo miedo?- saldré con mi revólver atronando como un melenudo héroe del Viejo Oeste. Sé que puedo matar a Martland; después, alguno de los otros me matará a mí y caeré como una exhalación rutilante en las tinieblas hacia el infierno donde no hay ni arte ni alcohol; al cabo, este relato es una fábula moral. Y de eso no cabe duda, ¿verdad?
FIN
Nota: 8. Desopilante.
NO ME APUNTES CON ESO
Kyril Bonfiglioli
Traducción de Miquel Izquierdo
Ediciones Barataria
2007
The Genuine Article – The New Yorker