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[páginas 88-89]
Aunque es necesario tener en cuenta lo que es propio de la tradición ortodoxa, la superposición, sin fusión, del cristianismo y el pensamiento mágico es asombrosa en Tarkovski. En Sacrificio se superponen, en una perfecta ambigüedad, la concepción cristiana y un fondo de hechicería pagana. Por un lado, Alexander dirige a Dios padre, para conjurar la guerra, una plegaria en forma de contrato: se trata del dios cristiano, invocado con las palabras del Padrenuestro. Por otro (¡dos precauciones mejor que una!), aconsejado por Otto, se acuesta con una “bruja”, como si se tratar de una divinidad a la que hubiera que apaciguar. A la mañana siguiente, no sabremos qué ha surtido efecto para disipar el mal. Sin embargo, cuando Tarkovski habla de su película, se atiene al discurso cristiano, espiritualista; calla al respecto de la magia, de las fuerzas oscuras, de la fascinación.
Acaso porque presenta la fe como una aventura, un riesgo. En Tarkovsky la fe no conduce a la pertenencia a una comunidad y a la participación en sus ritos (misa, comunión, etc.), no es una seguridad, es un compromiso solitario, un reto “enloquecido”.
Entendamos la palabra “loco”: contrariamente al personaje de Domenico, que en Nostalghia podía considerarse como la víctima, como el objeto de su demencia, se supone que Alexander no lo es, sino que experimenta y demuestra su libertad con un acto que socialmente se considera “desequilibrado” (prender fuego a su casa y guardar silencio).
Asimismo, podemos considerar el final de Sacrificio como una terrible constatación: la paternidad como algo imposible de ejercer, simbólicamente, por supuesto. Puesto que la palabra del padre ya no cuenta en este mundo, sólo puede contar su silencio, lo que permite al niño pronunciar en sueco la palabra “principio”. Y el cine es un arte que podría erigirse en testigo de ese nuevo pacto entre el acto, la palabra y el silencio.
En ruso, las normas de cortesía marcan que cuando alguien se dirige a una persona de la que no es familiar, la llame por su nombre seguido del nombre de su padre: así, Tarkovski era Andrei Arsenevitch. Él mismo elige el nombre de su padre para su primer hijo (Arseni Andreivitch) y el suyo para el segundo. La letra A, primera del alfabeto cirílico y del hebreo, griego y romano, es la inicial de muchos de sus héroes: Andrei en Andrei Rublev, Alexei en El espejo, Andrei en Nostalghia y Alexander en Sacrificio -además, antes de encerrarse en el mutismo, este último deja a su familia unas palabras firmadas “Papá A.”-.
¿Los hijos son repeticiones de sus padres? Es una de las obsesiones de Tarkovski. Si no le da -no aún- un nombre al chico quizá es para ofrecerle la oportunidad de escapar al círculo de la repetición. En cualquier caso, la letra A marca un inicio. Desde luego, es horrible pensar que Alexander (*) sólo puede convertirse en padre anulándose en su acto y abandonando, esa es la palabra, a su hijo, pero en todo caso lo hace para ser padre y restaurar un nuevo principio. Todo es un posible principio. Repetición, sí, pero posibilidad de un anché, de un nuevo inicio.
(*) Alexander es el nombre que, curiosamente, Bergman dio al niño de su gran obra en los años ochenta, Fanny y Alexander (Fanny och Alexander, 1982).
FIN
Nota: 5. Justito para un acercamiento.
EL LIBRO DE ANDREI TARKOVSKI
Michael Chion
Traducción: Antonio Francisco Rodríguez
Cahiers du Cinema-El País