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CUERVOS DE HOLLYWOOD – Joseph Wambaugh

07 Viernes Nov 2008

Posted by montsev in Joseph Wambaugh

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Cuervos de Hollywood, Joseph Wambaugh

[páginas 433-436]

-¿Qué hace Pluto? -quiso saber Junior.

-Ladra. ¡Es un puto perro!

-¿Cómo hago el ruido?

-Solo di lo que los porros dicen. ¿Qué dice un perro en Fiyi? “Guau”, ¿verdad?

-No -dijo Junior-. Yo he visto “guau” en los dibujos americanos, pero en los dibujos de Fiyi los perros no dicen “guau”.

-Bueno, eres un perro americano, así que dirás guau, ¿vale?

-Vale, hermano -dijo Junior-. Guau.

-Bien, éste es el trato -dijo Leonard-. Siempre iremos directos a los chavales. A los pequeños les importa una mierda Darth Vader y Frankestein y todos esos otros monstruosos. ¿Y los personajes monos como Bob Esponja y Barney? Son aburridos. Pero los pequeños adoran a Mickey Mouse. Sus padres adoran a Mickey Mouse. Sus abuelos aman a Mickey Mouse. Tú y yo nos quedaremos con el negocio de todos esos mierdas porque recuperaremos las raíces de los dibujos animados.

-¿Qué haces tú cuando yo hago guau? -preguntó Junior.

-Ensayémoslo -dijo Leonard.

Con el falsete más agudo que pudo sacar Leonard se dirigió a un niño imaginario y le dijo:

-¡Hola! ¡Mi nombre es Mickey Mouse! ¿Cuál es el tuyo?

-Junior -dijo Junior.

-No, no te estoy preguntando tu nombre, ¡por Dios bendito!

-Vale, vale lo pillo. Hazlo otra vez -dijo Junior.

-Espera tu turno -dijo Leonard-. ¡Hola! ¡Mi nombre es Mickey Mouse! ¿Cuál es el tuyo?

-¡Pluto! -dijo Junior.

-Oh, mierda -dijo Leonard Stilwell-. Esto va a costarnos un poco.

Hollywood Nate Weiss tuvo ocasión de hacer una llamada a Laurel Canyon esa tarde. Un residente se había quejado a la Oficina de Relaciones con la Comunidad sobre la venta de trastos viejos que estaba haciendo un vecino. Lo hacía una vez por semana y el denunciante lo consideraba “inapropiado” para Laurel Canyon. Después de hablar con el vecino Nate estaba de acuerdo en que tenía que acabar con esa actividad. Nate conducía en dirección a casa cuando algo le empujó a doblar hacia Mount Olympus.

Condujo hasta la casa de Alí y Margot Aziz y aparcó en la puerta. Pensó en Margot y en Bix Rumstead. Si hubiera obedecido su impulso y hubiese tocado el timbre aquella noche, cuando vio la furgoneta en la entrada… No le gustaba pensar en Bix. Nate creía que todos estaban fastidiados por la manera como Bix había muerto. Pero nunca lo admitirían. Podría pasarles a ellos. Eran tíos duros.

Entonces la puerta principal se abrió y dos chavales salieron corriendo, un chico y una chica, seguidos de su madre, embarazada. Corrían hacia el buzón cuando vieron el coche patrulla, y la mujer dijo:

-¿Algo va mal, oficial?

Nate sonrió y dijo:

-Ya no. Tiene usted una bonita casa.

-Estamos encantados con ella -dijo-. Y conocemos la historia.

-Escribirían ustedes su propia historia -dijo Nate, y todos le despidieron agitando las manos mientras conducía Mount Olympus abajo.

Cuando llegó a la señal de stop en Laurel Canyon, un Porsche 911 pasó volando en dirección sur, cortando a un coche que había iniciado un giro correcto a la izquierda. Nate salió disparado tras el Porsche, encendió las luces del techo e hizo sonar su bocina.

La mujer que conducía tenía todas las marcas propias de las conejitas de la colina, con su pelo luminoso, rizado y despeinado, al estilo de Sarah Jessica Parker. Tenía ojos violeta y la cara rociada de pecas sobre la nariz y las mejillas. Estaba cubierta de un bronceado de salón parecido al de Margot. Su pecho retocado sobresalía y tocaba el volante.

-Su permiso, por favor -dijo Nate.

-¿Estaba yendo demasiado rápido? -dijo ella, con una asombrosa sonrisa de ortodoncia. Su licencia atestiguaba que tenía treinta y dos años y no llevaba ningún anillo de casada.

-Sí, y fue una maniobra muy peligrosa -dijo Nate-. Hemos tenido varias colisiones muy malas en esta carretera.

-Hace poco que tengo este coche -dijo ella- y no estoy acostumbrada. ¡Espero que no me ponga una multa!

Se dio cuenta de que sus dedos subían sutilmente por su falda y que sus atléticos muslos quedaban expuestos.

-Acabamos de mudarnos. Creo que necesitaría a alguien de la zona que me enseñase cómo es vivir aquí.

-Espere un momento -dijo Nate, y caminó hacia su coche.

Cuando volvió, la falda de la conejita de la colina estaba casi por encima del cinturón.

-Creo que si un oficial quisiera conocer mejor a una chica, no le pondría una multa -dijo ella.

-Creo que tiene usted razón -dijo Hollywood Nate-. Firme aquí, por favor.

FIN

Nota: 8. Auténtico.

19-joseph-wambaugh

CUERVOS DE HOLLYWOOD
Joseph Wambaugh

Traducción de Gonzalo Torné
La otra orilla

“Recogelo, por favor -le dijo el carterista a Jetsam, que estaba sentado sobre el guardabarros de su tienda contemplando el ojo de vidrio y sorbiendo su Gatorade.

-No pienso recoger el ojo de nadie -dijo Jetsam-. Puedes coger tú mismo tu ojo, colega.

-Ponte otra vez los guantes, chico -le dijo Flotsam a Gil Ponce-. Y recógelo. Todo hombre tiene derecho a su propio ojo.”

Minireseña en el blog Cruce de cables

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CAMPO DE CEBOLLAS – Joseph Wambaugh

14 Lunes Abr 2008

Posted by montsev in General, Joseph Wambaugh

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Campo de cebollas, Joseph Wambaugh

[páginas 514-516]

En el transcurso de aquel mismo verano, otro hombre, un hombre delgado de profundos ojos muy juntos, llevó a un relojero un reloj de pulsera para que se lo arreglara y limpiara. Era un reloj de acero inoxidable de quince dólares que no valía la pena arreglar, un reloj que había estado ajustado a la muñeca de un muerto. El hombre delgado pensaba cosas agradables cuando miraba aquel reloj; era un joven gaitero en el bauprés de un queche llamado Jolly Roger, en la música de el parque Hancock y en los paseos en bicicleta hasta el parque Griffith, para subir después a pie hasta el observatorio cuando eran niños.

-Es un reloj barato -dijo el relojero-. ¿Por qué se gasta el dinero en un reloj así?

-Lo llevo desde hace diez años, desde 1963. Me gusta.

-El dinero es suyo -dijo el relojero rellenando un resguardo-, pero es una lástima. Podría venderle un reloj dos veces más bueno y encima ahorraría usted dinero.

-Quiero este reloj. Por favor, deme el resguardo para que pueda marcharme.

Aquel verano había varios chicos que crecían en el Valle de San Fernando de California, chicos corrientes que no se conocían entre sí y cuyo nombre escocés procedía del mismo origen.

En aquel valle ejercía la profesión de medicina un tocólogo armenio, un antiguo gaitero que raras veces tocaba la gaita y que, cuando unos futuros padres le pedían un nombre adecuado para su hijo, contestaba invariablemente:

-Sí, si es un niño, les puedo aconsejar uno. Es un nombre precioso. Creo que es el que más me gusta. Y muy breve. Tres letras. Procede del gaélico. Significa Juan…

Y había dos niñas del norte de California que estaban de vacaciones visitando a su abuela en Hollywood.

Era emocionante visitar a la abuela. Había sorpresas. Es posible que asistieran a un concierto del Music Center. O a una representación de ballet. La abuela seguía creyendo en la necesidad de la cultura y la disciplina en los niños, si bien, como es natural, no podía enseñarles disciplina a unas nietas.

La abuela tenía ahora más de setenta años y vivía sola, pero era una mujer muy activa y bien parecida, con una risa gutural y un aspecto muy juvenil. Seguía trabajando de contable y revisora de cuentas y no poseía automóvil en la ciudad más motorizada del mundo. Le gustaba viajar en autobús porque ello le resultaba tranquilizante y le permitía leer. Todo el mundo admiraba en secreto su autosuficiencia y su enorme fuerza.

Las niñas eran preadolescentes, pero muy altas y con las piernas muy largas igual que sus padres. Lori, la menor, tenía una barbilla y unas mandíbulas muy acusadas y ponía la boca de una forma que a su abuela le resultaba muy conocida. Y lo más curioso es que tenía gestos que también se le antojaban conocidos, la manera de contestar, la manera de encogerse de hombros. Su hermana Valerie, de cabello más oscuro, no tenía aquella boca ni aquella barbilla ni aquellas mandíbulas, pero cuando estaba pensativa o preocupada, poseía unos ojos de color gris azulados y una mirada ensimismada. Sin embargo, la abuela siempre sabía decir algo capaz de desvanecérsela, y entonces el rostro se iluminaba como por arte de magia. Aquello también lo conocía la abuela.

Un día, mientras jugaba en la alcoba de la abuela, Valerie miró el retrato enmarcado del hombre que sabía había sido su abuelo. Llevaba la toga de la graduación con la faja dorada de la Escuela de Medicina de Manitoba.

Y en la otra pared había una fotografía más grande de un joven sonriente, tal vez no la más parecida a la realidad, pero una de las pocas que se había sacado en los últimos años.

Contempló la fotografía y le costó trabajo recordarlo. Simples destellos. Muy débiles. Tal vez algún recuerdo de algún hecho, un momento. Le recordó algo que quería decirle a la abuela y corrió a la cocina.

-¿Sabes una cosa abuela Chrissie? No me había acordado de decírtelo. Voy a tomar clases de clarinete.

-Estupendo, Valerie -dijo la abuela colocando una cacerola sobre el fuego y volviéndose para mirar a la niña-. Pero, ¿por qué has escogido el clarinete? Pensé que te gustaría aprender a tocar el piano.

-He pensado que será mejor el clarinete porque creo que me será útil más tarde, cuando aprenda a tocar la gaita.

-¿Cómo?

-La gaita. ¿No te parece que sería bonito que aprendiera a tocar la gaita?

-No sé, Valerie -repuso Chrissie, y se le quebró la voz. Experimentó una súbita opresión en el pecho. Instantánea. Sin previo aviso. Y se le aceleró la respiración. Chrissie contempló aquellos ojos, ahora de color gris paloma, y por unos momentos perdió el hilo de la observación de la niña. Entonces le pareció que lo escuchaba: penetrante, quejumbroso, primero melancólico, después majestuoso, el sonido de la gaita. Casi podía aspirar el aroma de la hierba del parque Hancock y de la brea de los grandes hoyos. Hubiera querido correr a la ventana para ver a un muchacho de elevada estatura caminando a paso de marcha…

-¿Qué sucede, abuela Chrissie?

-Bueno, Valerie… yo…

Chrissie Campbell se volvió de espaldas a la niña y se cubrió el rostro con las manos, por debajo de las gafas tal como tenía por costumbre, y se frotó los ojos hasta que todo hubo pasado. Nadie le había visto llorar jamás. Nunca.

-¿No crees que sería bonito tocar la gaita, abuela Chrissie¿ ¿No te gusta la idea?

-Sí, me gusta la idea, Valerie -repuso finalmente. Chrissie Campbell respirando cautelosamente hasta que todo cesó. Se volvió ya calmada, tal vez un poco más pálida, tomó el rostro de la niña entre sus manos y sonrió. Y, al igual que en el rostro del otro niño de hacía muchos años, se desvaneció la expresión ensimismada y el rostro se iluminó y los ojos adquirieron una tonalidad más azulada.

-Sí, cariño -dijo Chrissie-, es una idea estupenda.

FIN

Nota: 7. La parte del juicio es tediosa (como en la vida real)

CAMPO DE CEBOLLAS
Joseph Wambaugh

Verticales de Bolsillo-Negra
Traducción de María Antonia Menini

“El duro oficio de policía” comentario en el blog Al otro lado del río y entre los árboles

Los nuevos centuriones – Joseph Wambaugh

13 Martes Nov 2007

Posted by montsev in Joseph Wambaugh

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Joseph Wambaugh

(páginas 409-412)

-Creo que tenemos una llamada de una ciudadana -dijo Roy.
-Estupendo, empezaba a cansarme de conducir por ahí -dijo Serge-. A lo mejor tiene un problema insuperable que nosotros podemos superar.
-Ha oscurecido muy pronto esta noche -observó Gus-. Hace un par de minutos estaba contemplando la puesta de sol y ahora, zas, ya ha oscurecido.
Serge aparcó al lado de la mujer que descendió torpemente del Volkswagen y corrió hacia su coche en zapatillas y una bata que a duras penas podía contener su expansiva gordura.
-Iba a la cabina para llamar a la policía -dijo ella jadeando y, antes de descender del coche, Roy notó su aliento de alcohólica y examinó su cara enrojecida y su cabello pelirrojo teñido.
-¿Qué sucede señora? -preguntó Gus.
-Mi marido está loco. Últimamente ha estado bebiendo y no trabajaba, no me mantenía ni a mí ni a los niños y me pegaba cuando le venía en gana y esta noche parece que está completamente loco y me ha dado un puntapié en el costado. El bastardo. Creo que me ha roto una costilla.
La mujer se estremeció dentro de la bata y se tocó las costillas.
-¿Vive lejos de aquí? -preguntó Serge.
-Al fondo de la calle, en Coliseum -dijo la mujer-. ¿Qué les parecería si me acompañaran a casa y lo echaran?
-¿Es su marido legal? -preguntó Serge.
-Sí, pero está loco.
-Muy bien, la acompañaremos a casa y hablaremos con él.
-No pueden hablar con él -insistió la mujer entrando de nuevo en el Volkswagen-. El bastardo está loco esta noche.
-Muy bien, la acompañaremos a casa -dijo Roy.
-Por lo menos romperá la monotonía -dijo Gus mientras seguían el pequeño coche y Roy colocaba el fusil en el suelo de la parte de atrás del coche y se preguntaba si sería conveniente encerrarlo en la parte delantera o bien si sería suficiente dejarlo en el suelo si cerraban con llave las portezuelas. Decidió dejarlo en el suelo.
-¿Este barrio es de mayoría blanca? -le preguntó Serge a Gus.
-Es mixto -dijo Gus-. Es mixto hasta La Ciénaga y hasta Hollywood.
-Si esta ciudad tiene un gueto, debe de ser el gueto más grande del mundo -dijo Serge-. Menudo gueto. Mirada allí en Baldwin Hills.
-Residencias de lujo -dijo Gus-. Es un barrio muy mezclado también.
-Creo que la mujer del VW será la mejor detención que hagamos esta noche -dijo Roy-. Casi se ha cargado a este Ford al girar.
-Está borracha -dijo Serge-. Os diré una cosa, si choca contra alguien, nosotros intervendremos como si no la conociéramos. Me imaginé que estaba demasiado bebida para poder conducir al acercarse al coche haciendo eses y encenderme el cigarrillo con el aliento.
-Debe de ser su casa -dijo Gus iluminando con la linterna el número de la puerta mientras Serge se acercaba por detrás del Volkswagen que ella aparcó a más de un metro del bordillo.
-Tres Z-Noventa y Uno, llamada de ciudadano, cuarenta y uno veintitrés, paseo Coliseum -dijo Gus al micrófono.
-No olvides cerrar la portezuela -dijo Roy-. He dejado el fusil en el suelo.
-Yo no entro -dijo la mujer-. Le tengo miedo. Dijo que me mataría si llamaba a la policía.
-¿Los niños están dentro? -preguntó Serge.
-No -dijo ella jadeando-. Corrieron a la casa de al lado cuando empezamos a pelearnos. Creo que tengo que decirles que dentro hay un arma y que está hecho una furia esta noche.
-¿Dónde está el arma? preguntó Gus.
-En el armario de la alcoba -dijo la mujer-. Cuando se lo lleven a él, podrán llevársela.
-Todavía no sabemos si vamos a llevar a alguien -dijo Roy-. Primero hablaremos con él.
Serge ya había empezado a subir los peldaños cuando ella le dijo:
-Número doce. Vivimos en el número doce.
Cruzaron un pasadizo abovedado adornado con plantas y salieron a un patio rodeado de apartamentos. Había una tranquila piscina iluminada a la izquierda y un entoldado con mesas de ping-pong a la derecha. Roy se sorprendió de la magnitud del edificio de apartamentos tras cruzar el engañoso pasadizo.
-Muy bonito -dijo Gus admirando evidentemente la piscina.
-El doce debe de ser por aquí -dijo Roy dirigiéndose hacia la escalera de mosaico rodeada por helechos que llegaban hasta la altura de la cara.
A Roy le pareció que todavía olía el aliento de la alcohólica cuando un hombre de color del yeso y aspecto débil, luciendo una camiseta húmeda, apareció desde detrás d eun retorcido árbol enano y se abalanzó contra Roy, que se volvió estando ya en la escalera. El hombre apuntó con el barato revólver del 22 contra el estómago de Roy y disparó una vez y mientras Roy se sentaba en la escalera presa del asombro, los rumores de gritos y disparos y un chillido mortal resonaron por el amplio patio. Entonces Roy advirtió que se encontraba tendido al pie de la escalera, solo, y todo quedó tranquilo durante un momento. Después fue consciente de que era el estómago.
-Aquí no- dijo Roy, y apretó los dientes cerrándolos sobre la lengua y luchando contra la histeria.
El choc. Puede matar. ¡El choc!
Después se abrió la camisa y se desabrochó el Sam Browne y contempló la menuda y burbujeante cavidad abierta en la boca del estómago. Sabía que no podría sobrevivir a otra. “En este sitio no. En las entrañas no” ¡Ya no le quedaban entrañas!
Roy abrió los dientes y tuvo que tragar varias veces por culpa de la sangre que manaba de su lengua partida. Esta vez no dolía tanto, pensó, y se sorprendió de su lucidez. Vio que Serge y Gus se arrodillaban a su lado con los rostros cenicientos. Serge se santiguó y se besó la uña del pulgar.
Era mucho más fácil esta vez. ¡Ya lo creo que sí! El dolor estaba cediendo y un calor insidioso se apoderaba de él. Pero no, debía ser un error. No debía suceder ahora. Entonces fue presa del pánico al comprender que no debía suceder ahora porque estaba empezando a saber. “Por favor, ahora no -pensó-. Estoy empezando a saber.”
-Saber, saber -dijo Roy-. Saber, saber, saber, saber.
Su voz le sonaba vacía y rítmica como el tañido de una campana. Y después ya no pudo hablar.
-Santa María -dijo Serge tomándole la mano. Santa María… ¿dónde está la maldita ambulancia? Ay, Dios mío… Gus, está frío. Sóbale las manos…
Entonces Roy escuchó sollozar a Gus:
-Se ha ido Serge. Pobre Roy, pobre muchacho. Se ha ido.
Después Roy escuchó decir a Serge:
-Debiéramos cubrirle. ¿Le has oído? Decía “no” a la muerte. “No, no, no”, decía. ¡Santa María!
“No estoy muerto -pensó Roy-. Es monstruoso decir que estoy muerto”. Y entonces vio a Becky caminando graciosamente sobre una extensión de hierba y estaba tan crecida que le dijo Rebecca al llamarla y ella se acercó a su padre sonriendo y el sol brillaba en su cabello, más dorado de lo que había sido nunca el suyo propio.
-Dios te salve María, llena de gracia, el Señor es contigo…-dijo Serge.
-Le cubriré. Le pediré prestada a alguien una manta -dijo Gus-. Por favor, que alguien me dé una manta.
Ahora Roy se abandonó a las ondulantes sábanas blancas de la oscuridad y lo último que escuchó fue a Sergio Durán diciendo “Santa María”, una y otra vez.

FIN
(Nota: 8. Emocionante)

Joseph Wambaugh

Los nuevos centuriones
Joseph Wambaugh

Verticales de Bolsillo, 2007
Colección: NEGRA
ISBN: 978-84-96694-42-2

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“Me lo zampé de un tirón. Es un tratado implacable del trabajo policial visto como un periplo inquietante y de moral ambigua” James Ellroy

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