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Convencer a Sigourney no resultó nada fácil, aunque las cifras eran indiscutibles. El treinta y cinco por ciento de la facturación de la firma era directamente atribuible a sus horas. Y según la entusiasta y cooperativa señora Larkin, los dos clientes municipales más importantes le seguirían si él abandonase el despacho. Tan sólo tenía que dejar sus exigencias bien claras. Le sugerí que no se limitara a pedir que le convirtieran en socio, sino que además exigiera condiciones de igualdad con los señores Abbott y Grimes. Y entonces entró en algo parecido al pánico.
-Pero suponga que me echan a la calle.
-No lo harán.
-¿Y si lo hacen?
– Entonces, creas tu propia empresa. Apuesto que la mitad de los empleados se irán contigo.
-¡Pero yo no he hecho algo así en toda mi vida! ¡Honestamente, señor Fairfax, yo no sé manejar ese tipo de cosas!
Tenía que admitir que tal vez no sabía. Tal vez estaba enganchado a su antigua servidumbre. Tras años de sometimiento, eso sucede a veces. Recordaba haber leído algo sobre un preso de Auschwitz que, reducido a la bestialidad por una larga privación de comida y torturas, había cogido, como un sabueso maltratado, el pañuelo de los mocos de un guarda y se lo había llevado reverentemente a los labios. Quizá Sigourney prefería su existencia sonámbula, con sus dos horas diarias de lúcida realidad leyendo a Wordsworth en el tren.
-Entonces tiene que jugar a presionarlos para conseguir que se derrumben -continué implacable-. Ya conoces el antiguo himno: «Alguna vez le llega a todo hombre y a toda nación el momento de decidir» -Henry se limpió la frente sudorosa-. » Y la elección es para siempre, enlazadas la oscuridad y la luz».
-Sí, conozco el himno. Bueno, le prometo pensarlo.
-No, si lo piensas no lo harás nunca. Tienes que solicitarlo hoy. Esta misma mañana. -Íbamos en el tren hacia la ciudad-. Ya me contarás esta tarde, en el tren de las cinco cuarenta y cinco, qué ha sucedido. Lo celebraremos con una copa en el vagón restaurante.
-¡Oh, señor Fairfax, por favor!
-Y si no lo haces -le dije enfadado-, se lo diré a tu esposa.
Por supuesto que lo hizo pero, cuando nos separamos en la estación parecía tan abatido que sentí pena por mi intrusión en su estática vida. Sin embargo, el rostro que me saludó a las 5:45 horas era radiante. No, no había pedido que le nombraran socio en las mismas condiciones que los dos veteranos, ni había exigido un porcentaje específico de los beneficios netos. Pero había sugerido que se considerase su nombramiento como socio al final del año, y los señores Abbott y Grimes habían estado de acuerdo en hacerlo.
Le hicieron socio, por supuesto; no tenían opción. Y hoy, diez años más tarde, está dirigiendo un despacho más grande y próspero bajo el nuevo nombre de Sigourney, Abbott & Grimes. Sus dos hijos fueron a Andover; uno se graduó en Princeton y el otro está todavía en Brown. Amelia está en el comité directivo del Club de Tenis y Golf y es presidenta del comité local de prevención del cáncer; sonríe a todo el mundo. Y Henry ha publicado un pequeño volumen de monólogos dramáticos en una pequeña pero respetada editorial; recibió una agradable reseña en las «Notas breves» del New York Times Book Review.
Gordon dice que he encontrado por fin mi lugar, que estaba escrito que, tarde o temprano, me convertiría en «investigador privado»; me compara, riéndose, con el psiquiatra de El cóctel de T. S. Elliot. Y es verdad que en los últimos años, manteniendo los ojos bien abiertos, he descubierto casos en los que un pequeño trabajo subterráneo puede cambiar una vida de servidumbre por otra mejor. Henry Sigourney, sin embargo, sigue siendo mi éxito más significativo.
¿Me halago al pensar que, al menos, soy un hombre bueno? El Becket de Asesinato en la catedral del mismo Eliot encuentra que el ego siempre se esconde, tanto manifiesta como sutilmente, tras cada aparente acto de caridad, y cree que no podrá ser virtuoso hasta que sea capaz de fundir su identidad con la de Dios. Pero hay demasiado de mi mitrado abuelo en mí para encontrar tanta satisfacción en algo tan espectral como eso. El obispo tenía en muy poco un más allá que no alojase un facsímil razonable del recto reverendo Oscar Fish. Por eso me agarro a mi ego y simplemente espero que, mientras hagamos una buena obra, podamos pasar por alto nuestros motivos. Ésta es mi biblia o, al menos, mi nuevo testamento y a la larga, quizá sea esto lo único que me ha reportado mi educación. Henry Adams no llegó a admitirlo, pero es que era un poco presumido. No tenía a una Constance para vapulearle.
Louis Auchincloss
Traducción de Pilar Mañas Lahoz