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[páginas 309-311]
Nunca se había sentido tan inepto. Oyó con alivio el ruido de los cascos de un caballo que se acercaba.
Pero con aquellas palabras el dolor de McIntyre se convirtió en furia.
-¡Tú y tu pandilla de sinvergüenzas! -gritó-. ¡Ninguno de vosotros es capaz de sentir un amor honesto por nada de lo que hay en esta tierra, Dios! ¡Sois una piara de cerdos de dinero!
Samuel se puso en pie y McIntyre dio un paso hacia él.
-Niñato impertinente. Ya tienes nuestra tierra… ¡Llévasela a Peter Carhart!
Movió los hombros ágilmente y golpeó con violencia a Samuel. Desde el suelo oyó unos pasos en el umbral y supo que alguien estaba agarrando a McIntyre, aunque sin que fuera necesario. El ranchero se había hundido en la silla y había dejado caer la cabeza entre sus manos.
El cerebro de Samuel comenzó a zumbar. Comprendió que acababa de recibir el cuarto golpe y una tormenta de emociones contradictoria le aseguraba que la ley que había gobernado inexorablemente su vida hasta aquel momento estaba ahora de nuevo en proceso de transformación. Se levantó medio aturdido y salió despacio de la habitación.
Los diez minutos siguientes fueron quizá los más duros de su vida. La gente habla con frecuencia acerca de que es conveniente ser firme en las convicciones, pero a la hora de la verdad la vida y los deberes familiares pueden cambiar las cosas y convertir en egoísmo la conciencia de la rectitud. Aquel golpe le había conmocionado. Cuando regresó a la oficina había un montón de caras preocupadas esperándole, pero Samuel no perdió el tiempo en dar explicaciones.
-Caballeros -dijo-, el señor McIntyre ha sido tan amable de convencerme de que en este asunto tienen ustedes toda la razón y que en este caso los intereses de Peter Carhart están fuera de lugar. Por lo que a mí respecta pueden quedarse con sus ranchos hasta el final de sus días.
Se abrió paso a través de la estupefacta reunión y en media hora había enviado dos telegramas que hicieron creer al operador que aquel hombre estaba absolutamente incapacitado para los negocios. Uno era para Hamil en San Antonio; otro para Peter Carhart en Nueva York.
Samuel no durmió mucho aquella noche. Sabía que por primera vez en su carrera había fracasado funesta y miserablemente. Un impulso dentro de él, más fuerte que la voluntad, más profundo que la preparación, le había obligado a hacer aquello que prometía terminar ahora con sus ambiciones y su felicidad. Pero ya estaba hecho y nunca se le ocurrió que podía haber actuado de otra manera.
A la mañana siguiente recibió dos telegramas. El primero era de Hamil. Contenía dos palabras:
«¡Maldito estúpido».
El segundo era de Nueva York:
«Fin del negocio regresa Nueva York inmediatamente Carhart».
Una semana después la situación había cambiado. Hamil luchó furiosa y violentamente en la defensa de su plan. Viajó a Nueva York y tuvo media hora de gritos en el despacho de Peter Carhart, tras la cual rompió sus intereses con la firma. Samuel Meredith a los treinta y cinco años de edad, se convertía a efectos prácticos en el nuevo socio de Carhart. El cuarto golpe había dado resultado.
En el interior de cada hombre hay un impulso que le enfrenta a su carácter, a su disposición propia, y a la imagen que los demás tienen de él. En algunos hombres ese impulso puede llegar a mantenerse en secreto, y no sospechan de su existencia hasta que de pronto les golpe en mitad de la noche. En Samuel aquel impulso aparecía en la acción, por eso su manera de ver las cosas sacaba de quicio a algunas personas. Y tal vez fuera afortunado en esto, porque cada vez que aquel pequeño demonio aparecía, recibía por parte de Samuel una acogida tal que quedaba sumido en la más completa indigencia. Era el mismo demonio, el mismo impulso que le llevó a ordenar a los amigos de Gilly que se levantaran de su cama, el que le hizo entrar en casa de Marjorie.
Si una persona pasara la mano por la mandíbula de Samuel Meredith notaría en ella un bulto. Samuel suele decir que no sabe con certeza cuál de los cuatro golpes le dejó aquella señal, pero que no querría perderla por nada del mundo. Asegura que no hay heridas como las viejas heridas y que a veces, antes de tomar alguna decisión, le ayuda acariciarse la barbilla. Los periodistas muchas veces lo han descrito como un gesto nervioso, pero no se trata de eso. Es sólo que quiere sentir de nuevo la magnífica claridad, la cordura relampagueante de aquellos cuatro golpes.
FIN
Nota: 6. Cursi.
FLAPPERS Y FILÓSOFOS
F. Scott Fitzgerald
Velecío Editores
Traducción de Teresa y Andrés Barba
Prólogo de Andrés Barba
primera edición septiembre de 2007