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«-Entreguen esas pistolas -exclamó San Pedro, agitando su manojo de cañas con aire amenazador. Medía casi dos metros y las llaves que colgaban de su cinturón resonaban ruidosamente al chocar entre sí, mientras se abalanzaba sobre nosotros a través del romero y el lentisco. Entregaron sus pistolas como niños pequeños a los que se había atrapado cometiendo una travesura. Echó una por el acantilado, trazando un gran arco, y la otra me la entregó a mí-. ¡Acompañadme a vuestro coche, canallas -dijo-, si no queréis que os tiro a los dos donde tiré la pistola!
«Regresaron dando tropezones, seguidos del santo, que no decía nada pero que los iba azotando de vez en cuando con sus cañas mientras yo les apuntaba con la pistola. Estaba rojo de ira. Cuando llegamos a la carretera nos encontramos con el alcalde, descalzo pero con la moto, esperando junto al coche de don Pablo, con lo que ya éramos mayoría. Entonces el alcalde dejó la moto a este lado del muro, entró en el coche y nos llevó derecho al cuartel provincial, donde exigió ver de inmediato al oficial jefe. A partir de aquel momento todo fue como una seda. El comandante conocía bien al santo, y al alcalde de nombre y reputación. Además, en cierta ocasión me había comprado una jaca que afortunadamente había resultado ser tan fuerte y dócil como yo le había garantizado. Cuando los pistoleros hubieron confesado plenamente y fueron encerrados en la cárcel militar, el santo dijo al comandante:
«-Cuando se entere don Pablo de Ca’n Sampol, se reirá con sólo un lado de la cara.
«Pues aunque no lo crea, eso fue precisamente lo que ocurrió. Cuando los guardias civiles fueron a arrestarle, un poco más tarde aquel mismo día, sufrió una especie de ataque de parálisis que le torció la parte izquierda del rostro, con lo que le quedó una mueca que ya nunca le ha abandonado. Después de pasar algunos meses en el Gran Hotel, esperando su turno, fue sentenciado a muerte por conspirar contra la vida de un hombre inocente, pero gracias a la influencia de los parientes de doña Binilde, uno de los cuales era el vicario general de Palma, la sentencia fue conmutada a una de pena perpetua, y lo dejaron libre al cabo de tres años. «Está en su casa.» Y yo en la mía. Pero desde entonces sufro pesadillas periódicas relacionadas con el mirador, y he tenido la sensación de que alguien me arrojaba por el acantilado, trazando un gran arco en el aire: un santo furioso, que, a juzgar por la carpeta de documentos que lleva en la mano, debe de ser san Pablo. Me sobrevienen justo antes del amanecer y ya no puedo conciliar el sueño.
Una de las bellezas de los relatos mallorquines es que nunca se insiste en el punto crucial. Don Pedro contaba con mis conocimientos de asuntos locales para suplir los detalles que él omitió. Los pistoleros, al ser nuevos en aquel lugar, ignoraban que en la destruida Torre del Moro, situada sobre la cumbre alta y rocosa que domina la carretera de la costa, vive un ermitaño, que este ermitaño, cada mañana justo antes del amanecer -exceptuando los domingos y fiestas de guardar-, cierra su gran puerta claveteada, corre por los claros de los encinares y olivares, cruza el camino cerca del mirador, y baja trepando por el sendero de los contrabandistas hasta llegar a su embarcadero. Allí dice maitines, cuida sus langostas cuando es la temporada, recoge madera de deriva y algunas veces busca hinojo marino del acantilado o flores de alcaparras para poner en vinagre, y va de pesca con caña y sedal. Es un hombre muy alto, fuerte y temperamental, antaño marinero, que no se digna llevar zapatos ni sandalias. Los peregrinos que a menudo visitan su ermita dejan pequeños obsequios cuando saben que lo encontrarán en casa; besan la cuerda que ciñe su hábito color marrón y algunas veces le hacen consultas sobre temas difíciles con los que no quieren molestar al párroco, un hombre, dicen, bueno, pero sin experiencia en cosas mundanas.
-Vamos, amigo Pedro -le dije-. Ahora ya se ha recuperado de la cojera. ¡Suba hasta el mirador! Asómese bien, así podrá contarle al doctor Guasp de qué caída se libró. Aquí tiene mi brazo.
-Mil gracias, amigo. Pero, si no le importa, puedo arreglármelas sin su ayuda.
Se acercó tranquilamente al mirador y se inclinó sobre el parapeto con la cabeza baja, haciendo las paces con el enérgico santo al que había insultado.
FIN
Un brindis por Ava Gardner y otros relatos
Robert Graves
Traducción Lucía Graves
425 páginas
Edhasa- Quinteto
Nota: 4 (son sosos)