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[páginas 295-297]

Ninguna muerte registrada en Joliet hasta 1843. Ningún Laidlaw inscluido en las primeras listas de los colonos o aquellos enterrados en los primeros cementerios. ¿Qué delirio me ha traído a un sitio como éste -es decir, a cualquier sitio que haya prosperado, o incluso crecido, durante el pasado siglo- con la esperanza de formarme una idea de cómo eran las cosas hace más de ciento cincuenta años? Buscar una tumba, un recuerdo. Sólo una entrada de la lista me llama la atención.

«Cementerio desconocido.»

En cierto rincón del municipio de Homer, un cementerio en el que sólo se han encontrado dos losas, pero en el que, decían, tiempo atrás existieron hasta viente. Las dos losas que quedan, según los registros, llevan los nombres de personas que fallecieron en el año 1837. Se especula con que algunas de las otras podían ser las de los soldados que murieron en la guerra de Halcón Negro.

Eso significa que existía un cementerio antes de la muerte de Will. Vamos hasta allí, en coche hasta la esquina de la 143 con Parker. En el ángulo noroccidental hay un campo de golf; en los ángulos noriental y suroriental se han construido recientemente casas con zonas ajardinadas. En el ángulo suroccidental hay casas, también bastante nuevas, pero con la diferencia de que sus jardines, en el exterior, no llegan a la calle, separados de ésta por una elevada valla. Entre esta valla y la calle se extiende una franja de tierra totalmente asilvestrada.

Me adentro en ella, apartando la vigorosa hiedra venonosa. Entre los árboles a medio crecer y la maleza impenetrable, oculta a la vista desde la calle, escudriño alrededor; no puedo erguirme porque me lo impiden las ramas de los árboles. No veo ninguna lápida inclinada, caída o rota, ni ninguna planta de jardín -rosales, por ejemplo- que podrían indicar que allí en otro tiempo hubo sepulturas. Es inútil. La hiedra venenosa empieza a darme aprensión. Me abro paso a tientas hacia la salida.

Pero ¿por qué ha permanecido ahí esa tierra agreste? El enterramiento humano es una de las pocas razones por las que se deja intacto cualquier pedazo de tierra, hoy día, cuando toda la tierra alrededor tiene algún uso.

Podría seguir investigando. Es lo que hace la gente. Una vez que han empezado, siguen cualquier pista. Gente que apenas ha leído en toda su vida se sumerge en documentos, y algunos que a duras penas habrían sabido decir en qué año empezó y acabó la Primera Guerra Mundial sueltan a diestro y siniestro fechas de siglos pasados. Estamos hechizados. Ocurre sobre todo en la vejez, cuando nuestro futuro individual se cierra y no podemos imaginar el futuro de los hijos de nuestros hijos, a veces incluso nos cuesta creer en él. No podemos resistirnos a revolver de este modo en el pasado, cribando las pruebas no fidedignas, vinculando nombres dispersos y fechas y anécdotas inciertas, aferrándonos a los hilos, insistiendo en unirnos a muertos y, por lo tanto, a la vida.

Otro cementerio, en Blyth. Adonde se trasladaron los restos de James para inhumarlos, décadas después de morir por la caída de un árbol. Y aquí es donde está enterrada Mary Scott. Mary, que escribió la carta desde Ettrick para atraer al hombre que quería que volviera y se casara con ella. En su lápida está el nombre de él, «William Laidlaw».

«Muerto en Illionois.» Y enterrado Dios sabe dónde.

Junto a ella están los restos y la lápida de su hija Jane, la niña nacida el día de la muerte de su padre, a quien se llevaron de Illinois cuando era bebé. Murió a los veintitrés años, al dar a luz a su primer hijo. Mary murió dos años después. Así que tuvo que asimilar esa pérdida, también, antes de su final.

El marido de Jane yace cerca de ella. Se llamaba Neil Armour y también él murió joven. Era hermano de Margaret Armour, esposa de Thomas Laidlaw. Eran hijos de John Armour, el primer maestro de la E. S. I del municipio de Morris, donde estudiaron muchos de los Laidlaw. El niño que le costó la vida a Jane se llamó James Armour.

Y aquí un recuerdo vivo se agita en mi mente. Jimmy Armour. «Jimmy Armour». No sé qué fue de él, pero conozco su nombre. Y no sólo eso. Creo que lo vi una vez o más de una, un viejo que vino de visita de dondequiera que viviese entonces al lugar donde había nacido, un viejo entre otros viejos: mis abuelos, las hermanas de mi abuelo. Y ahora se me ocurre que debió de criarse con esa gente: mi abuelo y mis tías abuelas, los hijos de Thomas Laidlaw y Margaret Armour. Eran sus primos carnales, al fin y al cabo, sus primos carnales por las dos líneas. Mi tía Annie, mi tía Jenny, mi tía Mary, mi abuelo William Laidlaw, el padre de las memorias de mi padre.

Ahora todos estos nombres que he estado reuniendo se relacionan con las personas vivas en mi mente, y con las cocinas perdidas, el lustroso borde niquelado en los amplios fogones de presencia dominante, los escurrideros de madera verde que nunca se secaban del todo, la luz amarilla de las lámparas de petróleo. Las lecheras en el porche, las manzanas en el sótano, los tubos de las estufas atravesando los agujeros del techo, el establo calentado en invierno por los cuerpos y el aliento de las vacas: esas vacas a quienes todavía hablábamos con palabras que eran corrientes en los tiempos del rey que rabió. «¡Sus! ¡Sus!» El salón frío y encerado donde se ponía el ataúd cuando alguien moría.

Y en una de esas casas -no recuerdo de quién-, una cuña mágica para sostener la puerta, una gran concha de nácar que yo reconocía como un heraldo venía de cerca y de lejos, porque podía acercármela al oído -cuando no había allí nadie para impedírmelo- y descubrir el tremendo latido de mi propia sangre.

FIN

Nota: 5 hasta que aparece ella. 8 después.

LA VISTA DESDE CASTLE ROCK
Alice Munro

Traducción de Isabel Ferrer y Carlos Milla
RBA