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Resultaría inútil señalar, por supuesto, que de haber hablado antes, Latham podría haber salvado la vida de Digby. ¿Era verdad? Los asesinos ya habían montado su historia: la apuesta con Seton, el experimento que salió horrorosamente mal, el pánico que sintieron al descubrir que Maurice había muerto, la decisión de cortar las manos despellejadas para ocultarlas. Sin la confesión, ¿realmente habría sido posible demostrar que Maurice Seton no había muerto de muerte natural?

Con el pulgar izquierdo y la palma rígidamente vendada, Dalgliesh intentó sujetar la carta de Deborah y meter las yemas de los dedos de la mano derecha bajo la solapa, pero el grueso papel se le resistió. Latham exclamó con impaciencia

-¡Démela, yo la abriré! -El sobre cedió bajo sus dedos largos manchados de nicotina. Se lo devolvió a Dalgliesh-. Por mí, no se preocupe, lea tranquilo.

-Ya. Sé qué dice, puedo esperar -dijo Dalgliesh, pero mientras hablaba extendía la hoja.

La misiva sólo contenía ocho líneas. Deborah jamás escribía cartas largas, ni siquiera de amor, pero esas frases entrecortadas y definitivas eran de una economía despiadada. ¿Y por qué no? El suyo era un dilema humano básico: podían pasar juntos toda una vida, explorándola laboriosamente, o librarse de él en ocho líneas. Dalgliesh las contó y volvió a contarlas, calculó la cantidad de palabras, observó con falso interés la extensión de las líneas, los trazos de las letras. Deborah había decidido aceptar el trabajo que le ofrecían en la sucursal de su empresa en Estados Unidos. Cuando recibiera esa carta, ya estaría en Nueva York. No soportaba seguir flotando en la periferia de su vida, a la espera de que él tomara una decisión. Era muy improbable que volvieran a verse. Así todo sería mejor para los dos. Las frases eran convencionales, casi trilladas. Era un adiós sin estilo ni originalidad, incluso sin dignidad. Y si había escrito la carta con dolor, la letra segura no lo reflejaba.

Oyó en segundo plano el parloteo agudo y arrogante de Latham. Decía que tenía una cita en el hospital de Ipswich para que le hicieran unas radiografías de la cabeza, sugería que Dalgliesh lo acompañara y se hiciera revisar la mano herida, especulaba viperinamente sobre lo que Celia tendría que pagar a los abogados para hacerse con la fortuna de los Seton y una vez más intentaba, con la torpeza de un colegial, justificarse por la muerte de Sylvia Kedge. Dalgliesh le dio la espalda, cogió su carta de la repisa de la chimenea, juntó ambos sobres e intentó romperlos impaciente. Eran demasiado gruesos y, al final, los arrojó enteros al fuego. Tardaron mucho en quemarse. Cada hoja se chamuscó y rizó a medida que desaparecía la tinta, hasta que, finalmente, su poema brilló, plateado sobre negro, negándose obstinadamente a perecer, y Adam ni siquiera pudo coger el atizador para hacerlo polvo.

FIN

NOTA: 6. Innecesariamente retorcido.

P D James por June Mendoza

 

MUERTES POCO NATURALES

P. D. James

 

Traducción: margarita Cavándolli

Punto de Lectura

 

«La novela detectivesca según P. D. James» en El País