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Yo, aquella tarde, me bebí una pinta asomado a las aguas oscuras del puerto y pelándome de frío.

Luego caminé hacia el este, el puñetero este hacia el que viajaría en un futuro inmediato, para acercarme al Cutty Sark, una devoción personal.

Mi querido siglo XIX tuvo un gran defecto: los barcos dejaron de crecer y de extender más y más velas por culpa de la máquina de vapor, que los hizo lentos y achaparrados pero, eso sí, insensibles a los caprichos del viento y poco exigentes en materia de tripulación. El barco a vapor se adueñó poco a poco de las rutas comerciales oceánicas y, sobre todo, de la ruta oriental del té.

La navegación a vela planteó un combate final y se entregó a la voluntad del viento para crear el clíper: el barco más bello, esbelto, grácil y veloz. Bastaba una brisa para que el afilado casco del clíper volara sobre las olas y rebasara como un suspiro a cualquier monstruo con chimeneas.

Fue un beau geste, una forma elegante de morir. El vapor, más barato, se impuso. El clíper tuvo que dejar el comercio del té y descender a la lana australiana. Finalmente, abandonó los mares.

El Cutty Sark, botado en 1869 por el naviero londinense John Willis, fue de los últimos en caer. Transportó mercancías hasta 1921, cuando manos piadosas lo salvaron del desguace y le devolvieron su esplendor. Su elegancia casi inmaterial sobrevive en los muelles de Greenwich, el límite oriental de la ciudad, donde el Támesis empieza a oler a mar. Es una lástima que uno no abandone Londres desde allí.

Por la noche tomé una cerveza con Íñigo, que fue tan bondadoso como para felicitarme por mi nuevo destino. Por alguna razón, Íñigo Gurruchaga tiende a considerarme un tipo afortunado -justo lo que yo pienso de él-, y aquella noche me describió un futuro de color rosa. Yo iba a disponer, eso era casi seguro, de una especie de palacete en el que enfundado en un batín de seda y con el habano entre los dedos, apenas debería interrumpir unos minutos el goce de los refinados placeres continentales para despachar algunas líneas, espléndidamente pagadas, hacia Madrid.

Después de años de práctica, Íñigo es muy competente despidiendo a la gente que se va de Londres. A veces me recuerda a esa gente que despedía desde los muelles a los soldados que embarcaban hacia la guerra, con entusiastas vítores de ánimo. Muy de agradecer. Pero, claro, ellos se quedaban. Como Íñigo.

No hubo, por supuesto, palacetes ni lujo ocioso en mi futuro. No me fue mal, sin embargo, en mi nueva ciudad.

Vuelvo a Londres con frecuencia, y a veces me entran ganas de regresar y quedarme para siempre.

¿No se podría vivir del aire en Londres?

Prefiero no alarmar todavía a Lola. Tengo que llamar a Íñigo y consultarle sobre el asunto.

FIN

Nota (3ª relectura): 12!!!!!!!

[página 105]

Aquel documental, emitido por la BBC en 1969, tiene aspectos muy cómicos. El argumento se anudaba en torno a situaciones supuestamente cotidianas de los Windsor, como, por ejemplo, una barbacoa en los jardines de palacio. Basta verles de uniforme en el balcón de Buckingham para convencerse de que esa familia comparte la afición por las barbacoas y que, en cuanto pueden, sacan al jardín el carboncillo y el ketchup. Las imágenes de Felipe de Edimburgo asando salchichas con la actitud relajada de quien practica una autopsia por primera vez, de la reina untando pan, de los hijos cariacontecidos y los perritos korgis atónitos ante la monumental patraña, podrían formar parte de la historia universal del humor.

[páginas 219-221]

Aquel monumento al champán just in time fue desmontado en canto se extinguió la llamarada del dinero fácil y llegó la recesión. St. Katharine sigue dedicándose a los yates, pero el restaurante, rebajado a la condición de pub, y casi a la de merendero para turistas en verano, vende más bocadillos de atún que botellas de Louis Roederer.

HISTORIAS DE LONDRES

Enric González