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Wilson dijo que sí con la cabeza. El orondo cazador se situó en la cabina junto a Paget. El estárter chirrió un tanto y a continuación el motor arrancó. Me sujeté a los laterales de madera del vehículo cuando empezaron el bamboleo y los botes. No me di cuenta de lo accidentado que era el terreno a la ida, pero sí a la vuelta. Wilson se encendió un cigarrillo. Se le movían las rodillas para delante y para atrás del traqueteo del camión, y tenía que ir agarrado a uno de los laterales a fin de guardar el equilibrio. Salimos a la carretera y una nube de polvo nos envolvía. Wilson empezó a toser pero el golpe de tos le duró menos tiempo del acostumbrado. Se las arregló de algún modo para controlarlo. Sacudió la cabeza y tragó saliva.
-¿Sabes? -dijo en voz baja-. Lo curioso es que empecé siendo una buena persona. Igual que tú. Igual que empieza todo el mundo, imagino. Nunca fue nada mal, nadie se sintió infeliz. -El ruido del motor se acentuó-. Así fue durante años y años -añadió en un murmullo-. Todo cambió de repente. La gente a la que conocía o se metía en líos, o enfermaba, o moría. Ocurrieron todo tipo de fatalidades a mi alrededor. Cuanto hace de la vida un infierno. Intenté no verlo durante un tiempo, mirar hacia otro lado, pero no funcionó; así pues empecé a cambiar yo también con ello, a ser cada vez más duro y a dejar de sentir las cosas con igual intensidad. Notaba cómo iba sucediéndome. Fue un proceso lento pero no tardé en ser otro diferente del que había sido al principio. Igual pasó con todo lo demás. Fue como cuando se atraviesa en un tren la campiña y se dejan atrás los sembrados de heno y las granjas y se pasa al gris y sucio extrarradio de una terrible ciudad. Maldita sea, cuánto lo odiaba. Odiaba la vida por ser tan cambiante, me odiaba a mí mismo por seguir adelante. Ya nada se resolvía por sí solo. Nada salía bien. Aun así, no creí que pudiera hacer otra cosa que seguir viviendo, y hasta que no fue demasiado tarde no supe que con eso no era suficiente. Porque para entonces no había vuelta atrás, así que no pude más que dejarme llevar y seguir adelante. ¿Sabes de qué te hablo, chaval?
-Sí, supongo que sí, John.
Movió despacio la cabeza, y luego continuó.
-Lo que has dicho sobre Jackie es cierto -afirmó-. Cristo bendito. Ese hombrecillo era igual que él, chaval. Idéntico a él. -Se caló el sombrero y se levantó, agarrándose fuertemente a una barra de la caja del camión. El viento volvió hacia atrás el ala de su sombrero. Le entró polvo en los ojos-. Un alma de Dios ha muerto pisoteada, Pete. ¿Lo entiendes? Un alma de Dios. Gritaba contra el viento, como un sordo que no oye.
No quise responder. Llegamos al poblado. Los camiones de la productora estaban aparcados en la explanada y la cámara estaba montada. Paget se detuvo. habían reunido a todos los nativos a un lado de aquel espacio abierto. Aguardaban senados en el suelo a que diera comienzo el rodaje de la película. Vi que Landau y los demás se volvían hacia nosotros.
-Sigue adelante, Paget -le ordenó Wilson con un tono elevado de voz-. No voy a bajarme aquí.
Era ya demasiado tarde. Ogilvy había abierto su puerta y el niño había echado el pie a tierra. Corrió gritando por la explanada. Sólo pude entender una palabra de cuanto dijo: “Kivu”. Los nativos se pusieron en pie. Por un instante guardaron un silencio sobrecogido, y luego estallaron en gemidos y en gritos, moviéndose por doquier. Tres o cuatro de los hombres más jóvenes corrieron hasta la choza del jefe, se sentaron tras unos largos tambores de madera y se pusieron a tocar.
-Sigue adelante, Vic -bramó Wilson de nuevo. Agarró su rifle y arremetió con la culata contra la pared de acero de la cabina.
Paget logró esquivar el golpe. Ogilvy dio un portazo y volvimos a salir del poblado. Un polluelo de gallina se nos cruzó en el camino y pude sentir cómo la rueda delantera aplastaba su cuerpo. Luego doblamos bruscamente a la derecha y tomamos la carretera que llevaba al campamento de caza. Wilson tiró su rifle a un rincón y se situó de espaldas a la brisa. Seguimos avanzando. No se oía más ruido que el del quejido de las marchas y la rotación del motor. Nos incorporamos a la carretera principal que corría paralela a la orilla del lago. Desde muy lejos llegó hasta nosotros la débil cadencia de los tambores.
-¡Para! -gritó Wilson-. ¡Maldita sea, para!
Rechinaron los frenos. Se formó una nube de polvo que se hizo cada vez más espesa, hasta oscurecer el sol y el cielo. Sentimos que nos asfixiábamos bajo aquella niebla amarillenta. Resulta extraño pensar hoy en aquel momento, hoy que ya quedado en el pasado todo el duro y amargo trabajo que siguió, siendo Wilson un hombre distinto, un espantajo demacrado y silencioso que deambuló entre actores, focos y técnicos e hizo su trabajo y sólo su trabajo, el trabajo que odiaba hacer, la película que tuvo que empezar cuando todo lo demás hubo acabado, y creó aquella estúpida fantasía cuando su mente seguía atenazada por una realidad de la que no podía deshacerse; un hombre demacrado y vacío, que no hablaba nunca con nadie a menos que fuera necesario, que nunca sonreía, que nunca parecía estar sino perturbado y angustiado. Y ese momento se me antoja aún más extraño al volver la vista atrás y rememorar el éxito que siguió al estreno de la película, un éxito del que disfrutaron cuantos con ella guardaron relación. Todos menos Wilson, claro está, porque nunca llegó a ver la cinta.
Estábamos entonces muy lejos de ciudades y cines, apartados por completo de todo aquello, de las taquillas y de las colas, de la fama y del fracaso, de la gente, de la industria y del dinero. Allí, bajo la ardiente polvareda, todo parecía absurdo y perdido, y Wilson, tras inclinarse hacia delante, interpretó a los hombres que viajaban en la cabina.
-¿Qué dicen los tambores, Ogilvy? -le preguntó.
Medió un largo silencio hasta que una voz profunda desde el otro lado de la pared de acero marrón que nos separaba nos dio la respuesta.
-¿Los tambores? Poco más o menos lo que cabía esperar, supongo.
-¿Qué cabría esperar, Ogilvy?
-Informan a todo el mundo de lo que ha pasado, simplemente eso. De las malas noticias. -Se detuvo un momento-. Repiten siempre las mismas palabras al principio -añadió. Su voz encerraba un extraño tono malévolo.
-¿Qué palabras son esas? -dijo Wilson.
Ogilvy tosió antes de continuar hablando, y cuando lo hizo soñó como si saboreara cada palabra, como si de algún modo quisiera deslizarlas hábilmente en el cerebro de Wilson.
-Cazador blanco, corazón negro -respondió-. Cazador blanco, corazón negro.
Wilson asintió muy despacio y en silencio. Pareció sentir la imperiosa necesidad de confirmar que todo había ocurrido realmente y luego estar en apariencia satisfecho de que nada fuera un sueño.
-Sigue adelante -le dijo.
FIN
Nota: 9. Humana.
Cazador blanco, corazón negro – Clint Eastwood
The Queen of Africa – John Huston
-John, viejo amigo -dije con solemnidad-, este es un gran momento. Dejamos atrás el incesante eco del parloteo de las mujeres. ¿No te alegras?
-No te quepa duda de eso -me dijo-. Creo que es una de las principales causas de la expansión de la civilización occidental… el eco de las voces de las mujeres. Hincharon las velas de Magallanes, alentaron la marcha de Cortés y, prácticamente, impulsaron al bueno de Raleigh en su travesía por medio mundo. Pero te alegrará volver a oírlas en cuestión de un par de meses, Pete. No te engañes.
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